El primer intelectual que sabemos que notó algo raro fue William Ewart Gladstone (1809-1898), quien no sólo fue primer ministro británico cuatro veces, sino que también era un apasionado de la obra del poeta épico Homero.
A pesar de las maravillosas descripciones en “La Ilíada” y “La Odisea“, uque incluían frases como “la aurora con sus sonrosados dedos”, en ningún momento pintaba algo de celeste, índigo o añil.
Gladstone repasó entonces todo el relato, pero fijándose especialmente en los colores mencionados.
Encontró que, mientras el blanco aparecía unas 100 veces y el negro casi 200, los otros colores no tenían un rol tan protagónico.
El rojo estaba mencionado menos de 15 veces, y el verde y amarillo, menos de 10.
Se puso entonces a leer otros textos de los antiguos griegos y confirmó que nunca aparecía el azul.
Gladstone concluyó que los griegos de la época no tenían el sentido del color desarrollado, y que vivían en un mundo en blanco y negro, con algunos destellos de rojo y brillos metálicos.
En ninguna parte
La pesquisa de Gladstone inspiró al filósofo y lingüista alemán Lazarus Geiger, quien se preguntó si el fenómeno se repetía en otras culturas.
Y sí: en el Corán, en antiguas historias chinas, en la versión antigua de la Biblia hebrea, en las sagas islandesas y hasta en las Vedas indias, sobre las que dijo…
“Estos himnos, de más de diez mil líneas, están llenos de descripciones de los cielos. Casi ningún otro tema es evocado con más frecuencia. El Sol y el enrojecimiento de la madrugada; el día y la noche; las nubes y los relámpagos; el aire y el éter, todos se despliegan ante nosotros, una y otra vez… pero hay una cosa que nadie podría aprender de estas canciones antiguas… y es que el cielo es azul”.
Pero eso no fue lo único que descubrió, sino que además había una secuencia común en todos esos lenguajes.
Primero aparecen las palabras para negro y blanco u oscuro y claro -del día y la noche-; luego llega el rojo -de la sangre-; después le corresponde el turno al amarillo y al verde, y sólo al final, el azul.
Pero, ¿por qué no tenían azul?
“¿Y por qué deberían de tenerlo?”, le contestó desafiante a BBC Mundo el psicólogo Jules Davidoff, director del Centro para Cognición, Computación y Cultura (CCCC).
“Pues, para poder describir ciertas cosas”, le contestamos vacilantes.
“Bueno, por ejemplo para describirle el mar a alguien que no lo conoce. O para contarle cómo estaba el cielo en algún momento…”.
“¿Quién dice que el cielo y el mar son azules? ¿Acaso son del mismo color?”, cuestiona.
Probablemente tiene razón en objetar ese punto de vista. Al fin y al cabo, él ha dedicado tiempo a investigar reconocimiento de objetos, colores, nombres y neuropsicología cognitiva.
Además, hizo experimentos con una tribu de Namibia cuyo lenguaje no tiene una palabra para el azul, pero sí varias para diferentes tipos de verde.
Cuando les mostró 11 cuadrados verdes y uno azul, no podían encontrar el que era distinto, pero si en vez de azul ese cuadrado era un tono tan levemente diferente de verde que nosotros difícilmente lo notaríamos, lo señalaban inmediatamente.
Y es que, si nos ponemos a pensar, pocas cosas en la naturaleza son azules: una que otra flor quizás, las alas de algunas mariposas, las plumas de ciertas aves, los zafiros, el lapislázuli.
Con sus estudios, Guy Deutscher había llegado a comprenderlo intelectualmente, pero quiso entenderlo con su alma… o más bien con Alma, su hija.
“Cuando estaba investigando y descubrí cuán complejo era el tema del color azul y cuán difícil era para los occidentales entenderlo, quise hacer un experimento”.
“En ese momento mi hija estaba en la edad de aprender a hablar y, como cualquier otro padre, yo jugaba con ella y le enseñaba los diferentes colores”, recuerda Deutscher.
“Se me ocurrió una idea para ver cuán natural es todo el asunto del azul, y en particular el color del cielo, que había dejado perplejos a los que lo habían investigado: ¿cómo puede ser que los antiguos, particularmente los del Mediterráneo, no tuvieran un nombre para el color del cielo, que a nosotros nos parece la cosa más obvia?”.
Lo que hizo fue enseñarle a Alma todos los colores, incluido el azul, pero se aseguró de que nadie le dijera de qué color era el cielo.
“Cuando estuve seguro de que sabía usar la palabra ‘azul’ para los objetos, en mis salidas con ella -los días en que el cielo estaba azul (¡estábamos en Inglaterra, no el Mediterráneo!)- empecé a preguntarle: de qué color es ese auto o ese árbol, etc. Y luego, señalaba el cielo y le preguntaba: ¿De qué color es eso?”.
Durante mucho tiempo, Alma no le respondió.
“Con todo lo demás, inmediatamente me contestaba, pero con el cielo, miraba y parecía no entender de qué le estaba hablando”, cuenta.
“Eventualmente, cuando ya estaba segura y cómoda con todos los colores, me respondió. La primera vez dijo: ‘blanco’.
Fue sólo después de mucho tiempo y tras ver postales en las que aparecía el cielo azul, que lo describió de ese color”.
Fue así que su hija le enseñó que no es tan obvio como nos parece.
“Lo entendí con mi corazón, observándolo en una persona, no leyéndolo en libros o pensando en pueblos del pasado remoto”.
“Y Alma ni siquiera estaba en la misma situación que los antiguos: ella sabía la palabra azul y sin embargo no la usó para el cielo. Comprendí que no era una necesidad imperiosa ponerle un nombre al color del cielo. No se trata de un objeto”, precisa Deutscher.
Lo mismo ocurre con el mar: al igual que el cielo, no siempre es del mismo color y, sobre todo, no es un objeto, así que no hay motivación para “colorearlo” con una palabra.
Cuestión de necesidad
“Nada ha cambiado en nuestra visión. Por siglos hemos tenido la misma capacidad física ver distintos tonos, pero no la misma necesidad”.
Entonces, ¿por qué empezamos a decir que algunas cosas son ‘azules’?
“Entre más avanzan tecnológicamente las sociedades, más se desarrolla la gama de nombres de los colores”.
“Con más capacidad de manipular los colores y con la disponibilidad de nuevos pigmentos surge la necesidad de una terminología más refinada. Y el azul es el último porque además de que no se encuentra fácilmente en la naturaleza, tomó mucho hacer el pigmento”.
“Era perfectamente normal decir que el mar era negro, pues cuando está de color azul oscuro, parece negro, y eso era suficiente en esa época; una sociedad simple funciona perfectamente bien con negro, blanco y un poco de rojo”, comenta el experto.
Y, ¿qué me dice de imágenes como ésta?
Los antiguos egipcios tenían pigmento azul y una palabra para nombrarlo, “pero, por supuesto, se trataba de una sociedad sofisticada”.
“Lo que importa no es tanto la época en la que vivieron sino del nivel de avance tecnológico. Es eso lo que se correlaciona muy de cerca con el volumen de vocabulario para los colores”, subraya el lingüista.
Pero un momento: en el hebreo bíblico está la palabra “kajol”, que significa azul.
“Es cierto, pero la razón por la que es confuso es que la palabra ‘kajol’ significaba negro. Tiene la misma raíz que la palabra ‘alcohol’, y el ‘kohol’ era un cosmético de polvos de antimonio que las mujeres utilizaban para pintarse los ojos, que era negro”.
Poco a poco fue cambiando hasta tomar el significado que tiene en el hebreo moderno: azul. Y ese no es el único caso.
“Lo mismo pasó con la palabra ‘kuanos’ en griego. Homero la usa, pero significa negro o algo oscuro. Fue después que empezó a significar azul”, nos dice Deutscher.
Fuente :
La Opinión
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